lunes, 26 de enero de 2009

TIRO EN LA CABEZA: Nuevos caminos cinematográficos.


Jaime Rosales indaga en la forma y la estética del propio cine, en una cinta cargada de sólidas intenciones tan alejada de las corrientes actuales del cine español como del espectador medio que acude a las salas.

La indagación en nuevos planteamientos fílmicos, tanto estéticos y formales como puramente narrativos siempre ha conducido al cine hacia caminos inescrutados, en los que autores de la talla de Tarkovsky, Rosellini, Robert Bresson o Godard, por nombrar algunos de los mayores exploradores cinematográficos, han logrado a través de la innovación, del riesgo, y del estudio concienzudo de las obras que precedieron a sus trayectorias, plantear preguntas con sus películas, sobre las cuales todavía se sigue teorizando, y a las que en muchas ocasiones no se ha encontrado una sola respuesta clara. Explorar pues a través de una narración fílmica, se puede tomar ya de partida como uno de los mayores riesgos y aciertos de la última película del ya confirmado autor (pese a su corta trayectoria) Jaime Rosales, que lejos de una agravante comparación con cineastas de la talla nombrada anteriormente, sí que demuestra a través de sus películas la misma preocupación por buscar nuevos caminos que los directores que entendieron el cine como un medio de avance y búsqueda artística.

Tiro en la cabeza es una película, frente a la cual el espectador puede abrir tantos interrogantes, como escenas a lo largo del film. El ensayo cinematográfico, que Rosales parece filmar a través del uso de lentes largas, pues no utiliza más que grandes teleobjetivos durante todo el film, así como muchas de las propuestas formales que se encuentran en una narración quizá algo descompensada por un brusco cambio de ritmo, suponen una aventura cinematográfica sobre la cual el mismo creador ha reconocido que se adentro con la mera intención de descubrir algo nuevo, o al menos de indagar en su proceso como director de cine. Este riesgo, esta concepción del cine como medio de exploración, y por tanto, como medio artístico a través del cual se generan preguntas en muchos planos en los que aparentemente no sucede nada, o en los que simplemente lo que se está narrando se abre a los ojos del espectador como una rutinaria cotidianeidad, pueden en ocasiones aburrir en el transcurso de una historia que se podría resumir en una corta sinopsis que hiciera referencia al propio título del film Tiro en la cabeza. Pues es a partir de ese momento de la película, cuando el terrorista dispara brutalmente a su víctima, cuando se engancha al espectador mediante procesos de identificación emocional de sobra conocidos: asesino y víctima y por tanto persecución y huida.

Este desarrollo de un hecho trágico y aislado, injustificado y con grandes dosis de realismo, que no pretende encontrar causas y consecuencias, sino que simplemente se limita a un único giro de la historia y se separa como un islote en un océano frente al previsible (en muchas ocasiones) cine español. Dentro de una película en la que asistimos a una hora de metraje donde no hay un claro desarrollo narrativo de la historia y donde no sucede nada más allá de la observación (siempre de lejos) que nos acerca a la rutina de un terrorista se deben abrir preguntas de porqué se ha elegido un planteamiento formal tan arriesgado. Tratar el tema del terrorismo del que perfectamente se podría sacar una narración clásica que buscara las causas del disparo, o que llevara al espectador a través de una película al estilo de Días contados, Yoyes o El lobo por nombrar algunas de las películas que tratan al terrorista etarra como personaje con motivaciones hubiera sido casi con seguridad mucho más sencillo, que la aparente sencillez sobre la que se mueve Rosales en su película. En Tiro en la cabeza sin embargo, los primeros sesenta minutos, que en más de un momento se hacen eternamente largos, preparan al espectador para la única traca final de la película, en la cual asistimos a la transformación de una persona aparentemente normal en un animal, un monstruo, una máquina de matar sin piedad, sin remordimientos y sin miramientos. Es ahí por tanto, donde como espectadores, nos sometemos a la fuerza que conlleva este film. Y por tanto, al embudo al que hemos sido expuestos tras 60 minutos donde si no supiéramos antes de ver la película que asistimos a la vida de un terrorista, estaríamos contemplando la vida de una persona cualquiera, en una ciudad cualquiera, con la habitual rutina que cualquiera de nosotros pueda tener.

A través de una sola escena, donde el terrorista se da cuenta que los jóvenes guardia civiles han descubierto su identidad en la cafetería, y donde por tanto, se siente amenazado y debe actuar rápidamente, Rosales concentra en la mirada de los actores (cortada brillantemente a un solo ojo en el caso del terrorista), y en la proyección de esta más allá del encuadre (con un uso ejemplar del fuera de campo) la sin razón del terrorismo, que puede ser la misma, que la sin razón de los sesenta minutos anteriores, necesarios sin embargo para llegar a ese clímax, en el que ya no echaremos en falta ni el sonido del cual Rosales nos ha privado durante el resto del film, ni un angular que nos ubique mejor el espacio donde nos encontramos. Es más, se podría decir, que no se podría llegar a ese momento, sin haber introducido al espectador en ese clima lento, aletargado, en muchas ocasiones desubicado de cualquier espacio y contexto conocido. Aquí relumbra pues la opción formal de Rosales y su virtud como cineasta. Aquí en los otros 20 minutos restantes, donde asistimos a la huida del terrorista, después de su salvaje asesinato.

Frío y lejanía, es lo que sentirá el espectador frente a un personaje sin motivación, que ni la tiene, ni se pretende buscar en esta película. Que además Rosales separe y encierre continuamente al personaje principal a través de planos frontales en los que las ventanas recuerdan a los barrotes carcelarios del que el terrorista parece no tener huida, y que muchas veces le separan en la pantalla hasta de su círculo incluso más cercano, o el hecho de que el eje sea vulnerado cada vez que el terrorista se acerca a los miembros de su entorno o el hecho de que el primer plano de la película sea precisamente un plano del mar, uno de los elementos más utilizados en la historia del cine como sinónimo de libertad, dejan de ser por tanto meras casualidades y se entienden más bien como elecciones personales y concienzudas de este cuestionado director.

Tiro en la cabeza no es una película fácil donde emocionarse rápidamente. Tampoco una obra que nos de alguna respuesta sobre el conflicto terrorista. Es sencillamente una película que bucea en el terreno del desconcierto, la rutina y la indagación bajo la base de una gran solidez formal y estética que obliga al espectador a replantearse a qué asiste en cada escena de la película. Sólo por eso, y también por el realismo y la seriedad que se impone sobre todo en la primera parte de la película ya merece la pena destacar esta película, que a pesar de estar mal equilibrada en sus descompensadas dos partes, de vulnerar en más de una ocasión el punto de vista planteado y de aletargar en la butaca al espectador en más de una ocasión supone sin lugar a dudas, uno de los planteamientos cinematográficos más relevantes e interesantes del reducido (y casi siempre parecido) panorama del cine español. Se agradece por tanto, una excepción así, aunque no emocione de manera tan directa (y en ocasiones tan superficial) como algunas de las películas nominadas por los académicos para los siguientes premios Goya.

1 comentario:

Eduardo dijo...

Se podria afirmar que Jaime Rosales sigue haciendo de las suyas, con un film innovador tanto en fotografía como en guión, no creo que tenga mucha repercusión en taquilla, ya que es un cine (como bien dice el autor de este blog), alejado del espectador medio que suele poblar las salas, pero de algún modo dignifica al cine español que exista la innovación aunque sólo sea por contrarrestar casposas producciones que nos vemos obligados a ver en nuestras carteleras. Un saludo