Las maletas son los cajones olvidados de nuestra memoria. Álbumes cargados
de fotografías reveladas, que sin remedio, han envejecido en el fondo del
armario. Cuando sacamos nuestra maleta del ropero, nos sentimos como ese bibliotecario
que rescata un viejo ejemplar de la estantería, olvidado por el paso del tiempo
y lleno de polvo en sus solapas. De un fuerte soplido, el bibliotecario sacude
las motas que durante años se han postrado plácidas sobre el título y sonríe como
quien se encuentra con un amigo al que hace años que no ve. Quien abre de nuevo
su maleta, sacude de un plumazo un montón de recuerdos que se desparraman alborotados
por el suelo.
Mientras se descorcha con mimo la
cremallera para abrirla de nuevo, aquella música exótica vuelve a nuestros oídos. El susurro de
aquellos versos vuelve a acariciarnos la oreja. El punteado suave de la guitarra y el sonido de los timbales tribales se cuelan con disimulo como una voz
lejana. Sin darnos cuenta, los rayos del sol se vuelven a filtrar en su interior sometido durante una eternidad a la oscuridad más profunda. Cada rayo
ilumina un recuerdo colgado con imperdibles de la pared. Y así, volvemos a vivir
en cuestión de segundos todo lo que habíamos guardado con recelo en ese rincón
tan especial la última vez que la cerramos. El aroma a salitre y a hierba
fresca, guardado en el interior como el frasco más preciado de un druida,
invade nuestra habitación y nos traslada hasta las olas del mar enterrando
nuestros pies en la arena, hasta aquella siesta en medio de la campiña, hasta aquella
noche transitada entre las mejores viandas, hasta el eco de las risas de
aquellos desconocidos encontrados en el camino a los que ahora llamamos amigos,
hasta la lágrima derramada en el instante en el que volvimos a colocar la
maleta en el fondo del armario. Ahí la hemos arrinconado durante semanas,
meses, puede que años. Escondida, silenciosa e impertérrita. Ella ha aguardado
con paciencia la hora de volver a desempolvar todos aquellos momentos que ahora
parecen tan lejanos y que, sin embargo, siguen tan vivos entre sus paredes.
Quizá eso sea lo mejor de tener una maleta en el fondo del armario. Que uno
sabe que tarde o temprano volverá a empuñar con fuerza su asa para dejarse
embriagar por todo lo que vivió y por todo lo que le queda por vivir. Y en cada
nueva aventura, uno viaja mucho más ligero de equipaje, sabedor que el último viaje le recordó que la maleta no se llena cuando uno parte, sino cuando uno regresa. Sabedor que en sus paredes todavía hay hueco para nuevos recuerdos. El
viaje continúa y la maleta, fiel compañera, está ahí dispuesta a almacenar de nuevo todo lo que guardamos en nuestra memoria. Justo al fondo del armario.
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