Unas buenas botas de cuero. Un fardo viejo. Un sombrero de ala envejecido por los azotes del viento. Quien sabe si una buena petaca con tabaco de liar. Un par de revólveres. Un buen cargamento de munición. Un ukelele. Agua, mucha agua…whisky, mucho whisky, y por supuesto: un buen caballo. Son sólo algunas de las cosas que después de ver una película como Blackthorn (Mateo Gil, 2011), uno desea comprar en el primer todo a cien de la esquina del barrio.
Uno ve cabalgando a Sam Shepard (Butch Casidy) por el altiplano boliviano y se plantea dejarlo todo para irse a recorrer el mundo a caballo. A lomos de un caballo con pelaje marrón oscuro. Avanzando siempre sin mirar mucho más lejos del horizonte cercano. Echando la vista a las espaldas de vez en cuando para comprobar que nadie nos persigue. Levantando el menor ruido posible por cada pueblo que uno deja atrás. Durmiendo en viejos pajares. Acostándose con la primera camarera que se cruce en nuestro camino. Lamentándose por viejas heridas del pasado. Callando más que hablando. Apoyando sus pies sobre las tablas de madera con olor impregnado a alcohol del fondo de las cantinas. Despertándose junto a las brasas marchitas del fuego de la noche anterior. Cabalgando hacia ningún lugar. Cabalgando siempre hacia delante esperando a que la suerte sonría más la próxima vez.
Uno se olvida de lo incómodo que tiene que ser estar tantas horas bajo el sol sin protección, de lo duras que deben ser las resacas de whisky sin nada que llevarse a la boca para almorzar, de lo difícil que tiene que ser dormir entre chinches y pulgas en un pajar, de las enfermedades que uno puede contraer al acostarse cada noche con una prostituta distinta, de lo difícil que tiene que ser vivir siempre perseguido por la ley, de lo intranquilo que uno tiene que dormir junto a su fuego para no ser disparado en medio de la noche, de lo que tienen que doler las balas penetrando en tu cuerpo, de lo complicado de sobrevivir a un simple disparo que se cuela entre en tus huesos, del montón de problemas que supone poner los pies encima de la mesa en una cantina donde nadie te conoce, y de que montar tantas horas a caballo tiene que ser lo más incómodo para la entrepierna de cualquiera, a excepción de los inmunizados ciclistas del Tour.
Pero por eso, y por muchas otras razones, el western es tan genuino y tan antiguo. Por eso disfruto tanto con las películas de John Ford, Howard Hawks, Raoul Walsh, Nicholas Ray, Anthony Mann, John Sturges, Don Siegel, Sergio Leone, Sam Peckimpah o Clint Eastwood. Y también con la nueva de Mateo Gil (sea mejor o peor, lo cual poco me importa). Porque el western es el padre de todos los géneros. Y porque, aunque no tengo ni idea de montar, siempre quise tener un caballo.
Con Blackthorn salí del cine con ganas de comprarme un caballo y tomarme un whisky caliente. Me compré un billete de autobús y me comí un helado de limón. Y aún así…qué gran momento cuando una peli nos hace soñar de nuevo.